Para estos días de niebla que asolan a Madrid os recomendamos una novela a juego con el tiempo meteorológico que vivimos. Un clásico de esos que te enganchan, un clásico de esos que hay que leer junto al calor de la lumbre, porque el frío de su historia se te cuela hasta el tuétano, un clásico que se adentra como afilado bisturí en la naturaleza humana, tanto se adentra que toca hasta tu propia vida y te deja pensando aún después de haberla acabado.
Cumbres Borrascosas fue una novela sin precedentes, ni sucesores; su originalidad no radica solamente en los argumentos, sino en la fuerza de su estilo, la poesía de su narración y cómo llega a transmitir su autora todos esos fuertes sentimientos apasionados, que se expresan y reflejan en las fuerzas de la naturaleza; de alguna manera, se produce una fusión de los personaje con la bravía belleza de aquel paisaje solitario.
El Sr. Lockwood acaba de regresar de realizar una visita a su vecino, el Sr. Heathcliff, en Cumbres Borrascosas, y allí ha conocido a una joven arisca y a un muchacho hosco. Intrigado por la relación entre todos ellos, el Sr. Lockwood pide al ama de llaves, Nelly Dean, que le cuente la historia de los habitantes de Cumbres Borrascosas, y en particular del Sr. Heathcliff. Comienza así una novela arrebatadora y romántica, que nos habla de una venganza que se prolonga hasta el final y un amor que irá más lejos todavía. Como decía Borges tendremos la sensación de que “la acción transcurre en el Infierno, los personajes, no sé por qué, llevan nombres ingleses”. Porque la acción es toda ella un fuego abrasador que, como crisol, sublima las motivaciones últimas de la acción del hombre y nos presenta a este en toda su desnudez.
Cumbres Borrascosas es una obra maestra de la literatura romántica universal en sí misma, de la que otra autora, Virginia Woolf, igualmente marcada por la tragedia, la soledad y el silencio buscado, llegó a manifestar: “Con un par de pinceladas, Emily Brontë podía conseguir retratar el espíritu de una cara de modo que no precisara cuerpo; al hablar del páramo, conseguía hacer que el viento soplara y el trueno rugiera”.